Monday, May 4, 2015

Mi historia en retrospectiva


            Todos tenemos una historia, la cual está compuesta por el conjunto de eventos y sucesos (ocurridos y no ocurridos) que nos trajeron al aquí y ahora. Tu historia determina quién eres y cómo eres; de qué forma puedes ver la vida y cómo es tu mundo interior. “Lo que te pasó es lo único y lo mejor que pudo haberte pasado”, leí alguna vez. Como otras entradas de este blog, ésta tiene una historia que la motivó.




Me encontraba conversando con una amiga a quien para efectos de este relato llamaré Felicia –sí, tengo un gusto “nerdístico” por los videojuegos; en una próxima entrada escribiré sobre esto. Felicia me estaba contando algunas cosas que vivió en su adolescencia junto con otros recuerdos de infancia, de cuando era muy pequeña. Nos entró cierta nostalgia de cuando eres niño y lo sencilla y linda que es la vida por lo poco que sabes y por lo poco consciente que eres de lo que pasa a tu alrededor; como niño, tu mayor pre-ocupación es pensar en qué jugar. Luego creces, te vuelves adulto y todo se va al carajo (en algunos casos)...


Felicia es de esas personas a las que siento que conozco de toda la vida; la confianza que nos tenemos es como la de los niños: pura y absoluta. Luego de escuchar atentamente su historia, se invirtieron los roles: ella me preguntó por la mía. Como pocas veces he hecho, empecé a hablar contando mi historia…




Recuerdo mi infancia como una muy feliz. Siempre sentí el amor y cuidados de mis padres, sentí su rigidez justa y necesaria combinada con el disfrute de la libertad; y hasta el día de hoy, siento que en todo momento hicieron de corazón lo que consideraron mejor para mi hermana y para mí.




A mi papá no lo veía mucho. Su rutina era salir a primera hora al trabajo para regresar en la noche. No son muchas las imágenes que tengo conscientemente en mi memoria pero siempre lo sentí presente. Recuerdo las veces que me llevaba a su oficina y cuánto me gustaba ir de un lado para otro con él. En aquél entonces mi padre no era el más expresivo del mundo y con todo ello, nunca me faltaron palabras y abrazos para sentir su orgullo y amor hacia mí. A la fecha no somos los más expresivos pero la nuestra es de esas relaciones que prescinden de las palabras; no son necesarias para comprender su magnitud y alcances. Todas esas cosas, por acto de magia o conectividad, ya las sabemos.




Con mi mamá tengo muchos de los recuerdos más felices de aquellos años. Escuchar canciones como “Unchained Melody”, “I Just Called to Say I Love You”, “For the First Time” o cualquiera de Rod Stewart o Phil Collins me llevan a esos años y a verla caminando y cantando como hasta ahora hace. Siempre me despertaba con un beso y palabras cariñosas, me esperaba en la puerta a que llegue del colegio y nos sentábamos a almorzar. Me preguntaba sobre mi día, me hacía compañía hasta que terminara de comer… Tantas cosas y detalles que hicieron esa época especial y apasionadamente feliz. Un evento en particular lo tengo a la mano: una vez vi unos stickers en el colegio en una de las muchas loncheras que habían por ahí. Llegué a casa y se lo comenté a ella, sin segunda intención, como cuando cuentas que viste pasar una mosca. Unos días después llego del colegio y como ya era costumbre, me dice que suba a lavarme las manos. Lo que vino después lo recuerdo muy  bien: me dice que tiene una sorpresa para mí. ¿Cuál era la sorpresa? Bajo con mis manos relucientes y veo a María (así le digo también), con los stickers que le había comentado días atrás. Se quedó con mi comentario irrelevante y me dio una de las mejores sorpresas que hasta ahora recuerdo y que tal vez se quede corta cualquier descripción que pueda hacer. 


Unos años después mi mamá empezó a viajar, para eventualmente instalarse en otro país. Mis almuerzos pasaron a interacciones silenciosas con el televisor, seguidos de tardes solitarias en casa. Mi papá seguía en su rol de proveedor, haciendo lo humanamente posible; mi hermana estudiaba, y andaba metida en sus propias cosas, y yo también. Empecé a sentirme solo por primera vez; experimenté ese vacío, tristeza y pérdida de la sonrisa, todo ello manifestado en aislamiento, mal humor y ansiedad. Algunos lo considerarán síntomas propios de la adolescencia; para mí, en  mi mundo, no sabía qué era; me sentía demasiado apático para todo y estaba tan metido en mi piloto automático de la autorreclusión y “alpinchismo” como para mirarme hacia adentro y ver qué tenía para hacer algo con ello... y así pasaron muchas semanas y meses. No hice amigos de barrio y los pocos que tuve años atrás, no los conservé. Por supuesto, no podían faltar los complejos por mi físico, inseguridades y baja autoestima. No sé cómo estaba a ojos del resto pero creo que nunca lo hacía notar. Mis notas y rendimiento académico nunca bajaron y de hecho eran buenos –más aún teniendo en cuenta que nunca estudiaba. Mi procesión la llevaba por dentro, guardaba mi lamento para cuando estuviera solo… o sea, tenía mucho tiempo para ello. Producto de la conversación me acordé de que era bastante llorón y miedoso en esa época. Por alguna razón, tenía miedo de que algo le pase a mi papá cuando salía. Sentía una profunda ansiedad, preocupación y pánico. Vivía asustado por las desgracias ficticias que mi mente creaba. Felizmente nunca me llevaron a un psicólogo que me reconfirme que algo estaba mal y me etiquete como víctima de algún desorden.  



Mis amgos en nuestra graduación
a la que no quise ir.
Avancé en la secundaria y se me ocurrió cambiarme de colegio (literalmente fue mi decisión y mis padres no se opusieron). Creo que andaba con tanta mierda por dentro que llegué a renegar de mis propios compañeros de colegio, no me sentía parte de ellos (no se ofendan, amiguitos, el de los rollos era yo, no ustedes) y recibí con los brazos abiertos el estatus de “el nuevo”. Las cosas mejoraron de a poco. Seguía con mis propios temas pero el conocer a tanta gente nueva y sobretodo el empezar a interactuar con amigas contribuyó mucho y es que en el anterior colegio, mi interacción con mujeres, esa que ahora disfruto tanto, era nula. Fueron meses buenos hasta que mis propios temas sin resolver con su característico modo de aislamiento volvieron. Mi nueva salida: tirarme la pera. Logré la infame marca de 30 inasistencias –contadas, con la posibilidad de haber sido muchas más-, al punto de que mis amigos pensaban que me había ido del colegio. Ello me sirvió para agarrar calle, conocer muchas rutas de micros y probar que "ir a clases es de nenitas, que los valientes pasamos de año sin jalar cursos faltando, porque yendo, cualquiera la hace". (Si me desaparezco ahora, hago responsables a mis padres por las represalias que esta confesión pueda generar). 


La universidad, con sus matices, fue un poco más de lo mismo, con nuevos amigos y aislamiento… Tuve mi época de amargado con mi propia familia, principalmente con mi hermana y mis primos. Mis estudios de Derecho sacaron algunas de mis “virtudes”: afloró mi parte presumida, me creía dueño absoluto de la verdad, ninguneaba a las personas por sus conversaciones, manipulaba, y me sentía más que el resto. No en vano me gané adjetivos como frívolo, malo, maquiavélico, insensible, entre otros. Todos bien merecidos.





Seguí creciendo, pasaba el tiempo y gracias a conversaciones más adultas me fui enterando de muchas mis “joyas” familiares; historias tétricas, inverosímiles, desvergonzadas y sobretodo reales. Como no son historias de mi entera propiedad, me abstendré de escribirlas (si quieren saber, pregúntenle a Felicia, ella lo sabe todo). Lejos de afectarme, creo que ya andaba tan “curtido” con mis propios demonios que lo tomé de forma muy tranquila.


Años después encontré en el Coaching  mi vocación y la herramienta para reinventarme, dejar ir cosas y empezar el fascinante trabajo de mejora continua y desarrollo personal, que es donde sigo hasta ahora.




Como nunca, hablé largo y tendido gracias a la atenta mirada y escucha de corazón de la hermosa Felicia. Me dijo con cierta sorpresa que no tenía ni idea de las cosas que había pasado y vivido, que no parecía por cómo me ve ahora y por la forma que tengo de tomar las cosas y manejarlas. Le dije que agradecía todas las cosas que me pasaron (las que consideré como buenas y malas) porque de todas ellas aprendí. 


Gracias a mis demonios crecí, me conocí mejor, me vi en mi propio espejo y luego de aceptarlos e integrarlos, todo mejoró. Gracias a mi pasado es que tengo mi presente. Entre risas le dije que sin esas cosas tal vez sería un hijito de mamá, totalmente engreído, inmaduro, sobreprotegido y quién sabe qué más; y muy probablemente no estaríamos en ese momento conversando sobre nuestras vidas.

Amistándose con sus cargas...


Un día normal concluyó en reunirme con Felicia para escucharnos y conversar de la vida. Sabes bien que no soy de decirte halagos o cumplidos por considerarlos sobreentendidos hacia ti o por el riesgo de quedarse cortos. Gracias a ti, mi querida Felicia; gracias por escucharme, por querer saber de mí y por estar ahí de la misma forma en la que yo estaré para ti. Espero poder reunir todo mi agradecimiento y felicidad por conocerte todo este largo tiempo para manifestártelo en un abrazo.



Uno mejor que este, de seguro.


He revivido aquella conversación al momento de escribir estas líneas. Todo empezó con una simple pregunta. Mi historia fue tal cual. No hay algo que cambiaría si pudiera. Mi vida ha sido perfecta, por lo que ahora dibujo una sonrisa en mi rostro, y reconfirmo que, efectivamente, lo que me pasó es lo mejor y único que pudo haberme pasado. 







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