Todos tenemos una
historia, la cual está compuesta por el conjunto de eventos y sucesos (ocurridos y no ocurridos) que nos
trajeron al aquí y ahora. Tu historia determina quién eres y cómo eres; de qué
forma puedes ver la vida y cómo es tu mundo interior. “Lo que te pasó es lo único y lo mejor que pudo haberte pasado”, leí
alguna vez. Como otras entradas de este blog, ésta tiene una historia que la
motivó.
Me
encontraba conversando con una amiga a quien para efectos de este relato
llamaré Felicia –sí, tengo un gusto “nerdístico”
por los videojuegos; en una próxima entrada escribiré sobre esto. Felicia me
estaba contando algunas cosas que vivió en su adolescencia junto con otros
recuerdos de infancia, de cuando era muy pequeña. Nos entró cierta nostalgia de
cuando eres niño y lo sencilla y linda que es la vida por lo poco que sabes y
por lo poco consciente que eres de lo que pasa a tu alrededor; como niño, tu
mayor pre-ocupación es pensar en qué jugar. Luego creces, te vuelves adulto y todo se va al carajo
(en algunos casos)...
Felicia
es de esas personas a las que siento que conozco de toda la vida; la confianza
que nos tenemos es como la de los niños: pura y absoluta. Luego de escuchar
atentamente su historia, se invirtieron los roles: ella me preguntó por la mía. Como pocas veces he hecho, empecé a hablar contando mi historia…
Recuerdo
mi infancia como una muy feliz. Siempre sentí el amor y cuidados de mis padres,
sentí su rigidez justa y necesaria combinada con el disfrute de la libertad; y
hasta el día de hoy, siento que en todo momento hicieron de corazón lo que
consideraron mejor para mi hermana y para mí.
A
mi papá no lo veía mucho. Su rutina era salir a primera hora al trabajo para
regresar en la noche. No son muchas las imágenes que tengo conscientemente en
mi memoria pero siempre lo sentí presente. Recuerdo las veces que me llevaba a
su oficina y cuánto me gustaba ir de un lado para otro con él. En aquél
entonces mi padre no era el más expresivo del mundo y con todo ello, nunca me
faltaron palabras y abrazos para sentir su orgullo y amor hacia mí. A la fecha
no somos los más expresivos pero la nuestra es de esas relaciones que prescinden
de las palabras; no son necesarias para comprender su magnitud y alcances. Todas esas cosas, por acto de magia o
conectividad, ya las sabemos.
Con
mi mamá tengo muchos de los recuerdos más felices de aquellos años. Escuchar
canciones como “Unchained Melody”, “I Just Called to Say I Love You”, “For the First Time” o cualquiera de Rod
Stewart o Phil Collins me llevan a esos años y a verla caminando y cantando
como hasta ahora hace. Siempre me despertaba con un beso y palabras cariñosas,
me esperaba en la puerta a que llegue del colegio y nos sentábamos a almorzar. Me
preguntaba sobre mi día, me hacía compañía hasta que terminara de comer… Tantas
cosas y detalles que hicieron esa época especial y apasionadamente feliz. Un evento en particular lo
tengo a la mano: una vez vi unos stickers
en el colegio en una de las muchas loncheras que habían por ahí. Llegué a casa
y se lo comenté a ella, sin segunda intención, como cuando cuentas que viste pasar una mosca.
Unos días después llego del colegio y como ya era costumbre, me dice que suba a lavarme las manos. Lo que vino después lo recuerdo muy bien: me dice que tiene una sorpresa para mí. ¿Cuál era
la sorpresa? Bajo con mis manos relucientes y veo a María (así le digo
también), con los stickers que le
había comentado días atrás. Se quedó con mi comentario irrelevante y me dio una
de las mejores sorpresas que hasta ahora recuerdo y que tal vez se quede corta
cualquier descripción que pueda hacer.
Unos
años después mi mamá empezó a viajar, para eventualmente instalarse en otro
país. Mis almuerzos pasaron a interacciones silenciosas con el televisor, seguidos de tardes solitarias en casa. Mi papá seguía en su rol de proveedor, haciendo lo
humanamente posible; mi hermana estudiaba, y andaba metida en sus propias
cosas, y yo también. Empecé a sentirme solo por primera vez; experimenté ese
vacío, tristeza y pérdida de la sonrisa, todo ello manifestado en aislamiento,
mal humor y ansiedad. Algunos lo considerarán síntomas propios de la
adolescencia; para mí, en mi mundo, no
sabía qué era; me sentía demasiado apático para todo y estaba tan metido en mi
piloto automático de la autorreclusión y “alpinchismo” como para mirarme hacia adentro y ver qué
tenía para hacer algo con ello... y así pasaron muchas semanas y meses. No hice
amigos de barrio y los pocos que tuve años atrás, no los conservé. Por
supuesto, no podían faltar los complejos por mi físico, inseguridades y baja
autoestima. No sé cómo estaba a ojos del resto pero creo que nunca lo hacía
notar. Mis notas y rendimiento académico nunca bajaron y de hecho eran buenos –más aún
teniendo en cuenta que nunca estudiaba. Mi procesión la llevaba por dentro,
guardaba mi lamento para cuando estuviera solo… o sea, tenía mucho tiempo para
ello. Producto de la conversación me acordé de que era bastante llorón y
miedoso en esa época. Por alguna razón, tenía miedo de que algo le pase a mi
papá cuando salía. Sentía una profunda ansiedad, preocupación y pánico. Vivía
asustado por las desgracias ficticias que mi mente creaba. Felizmente nunca me
llevaron a un psicólogo que me reconfirme que algo estaba mal y me etiquete
como víctima de algún desorden.
Mis amgos en nuestra graduación a la que no quise ir. |
Avancé
en la secundaria y se me ocurrió cambiarme de colegio (literalmente fue mi
decisión y mis padres no se opusieron). Creo que andaba con tanta mierda por
dentro que llegué a renegar de mis propios compañeros de colegio, no me sentía
parte de ellos (no se ofendan, amiguitos, el de los rollos era yo, no ustedes)
y recibí con los brazos abiertos el estatus de “el nuevo”. Las cosas mejoraron
de a poco. Seguía con mis propios temas pero el conocer a tanta gente nueva y
sobretodo el empezar a interactuar con amigas contribuyó mucho y es que en el
anterior colegio, mi interacción con mujeres, esa que ahora disfruto tanto, era
nula. Fueron meses buenos hasta que mis propios temas sin resolver con su
característico modo de aislamiento volvieron. Mi nueva salida: tirarme la pera.
Logré la infame marca de 30 inasistencias –contadas, con la posibilidad de
haber sido muchas más-, al punto de que mis amigos pensaban que me había ido del colegio. Ello me sirvió para agarrar calle, conocer muchas rutas de micros y probar que "ir a clases es de nenitas, que los valientes pasamos de año sin jalar cursos faltando, porque yendo, cualquiera la hace".
(Si me desaparezco ahora, hago responsables a mis padres por las represalias
que esta confesión pueda generar).
La
universidad, con sus matices, fue un poco más de lo mismo, con nuevos amigos y aislamiento…
Tuve mi época de amargado con mi propia familia, principalmente con mi hermana
y mis primos. Mis estudios de Derecho sacaron algunas de mis “virtudes”: afloró
mi parte presumida, me creía dueño absoluto de la verdad, ninguneaba a las
personas por sus conversaciones, manipulaba, y me sentía más que el resto. No en vano me
gané adjetivos como frívolo, malo, maquiavélico, insensible, entre otros. Todos bien merecidos.
Seguí
creciendo, pasaba el tiempo y gracias a conversaciones más adultas me fui enterando
de muchas mis “joyas” familiares; historias tétricas, inverosímiles, desvergonzadas
y sobretodo reales. Como no son historias de mi entera propiedad, me abstendré
de escribirlas (si quieren saber, pregúntenle a Felicia, ella lo sabe todo).
Lejos de afectarme, creo que ya andaba tan “curtido” con mis propios demonios
que lo tomé de forma muy tranquila.
Años
después encontré en el Coaching mi vocación y la herramienta para reinventarme,
dejar ir cosas y empezar el fascinante trabajo de mejora continua y desarrollo
personal, que es donde sigo hasta ahora.
Como
nunca, hablé largo y tendido gracias a la atenta mirada y escucha de corazón de
la hermosa Felicia. Me dijo con cierta sorpresa que no tenía ni idea de las
cosas que había pasado y vivido, que no parecía por cómo me ve ahora y por la
forma que tengo de tomar las cosas y manejarlas. Le dije que agradecía todas
las cosas que me pasaron (las que consideré como buenas y malas) porque de
todas ellas aprendí.
Gracias
a mis demonios crecí, me conocí mejor, me vi en mi propio espejo y luego de
aceptarlos e integrarlos, todo mejoró. Gracias a mi pasado es que tengo mi
presente. Entre risas le dije que sin esas cosas tal vez sería un hijito de
mamá, totalmente engreído, inmaduro, sobreprotegido y quién sabe qué más; y muy
probablemente no estaríamos en ese momento conversando sobre nuestras vidas.
Un día normal concluyó en reunirme con
Felicia para escucharnos y conversar de la vida. Sabes bien que no soy de decirte halagos o cumplidos por considerarlos sobreentendidos hacia ti o por el riesgo de quedarse cortos. Gracias a ti, mi querida Felicia; gracias por escucharme, por querer saber de mí y por estar ahí de la misma forma en la que yo estaré para ti. Espero poder reunir todo mi agradecimiento y felicidad por conocerte todo este largo tiempo para manifestártelo en un abrazo.
He revivido aquella conversación al momento de escribir estas líneas. Todo empezó con una simple pregunta. Mi historia fue tal cual. No hay algo que cambiaría si pudiera. Mi vida ha sido perfecta, por lo que ahora dibujo una
sonrisa en mi rostro, y reconfirmo que, efectivamente, lo que me pasó es lo
mejor y único que pudo haberme pasado.
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